Andrea y yo íbamos rumbo a Real de Catorce, rodeados de desierto y cocinas económicas abandonadas a la orilla de la carretera 56. Ella conducía, mientras yo esperaba ansiosamente ver alguna señal que indicara gasolina o agua. El Renault Clío estaba casi en la reserva cuando, bordeando por un cerro, apareció una gasolinera y un Oxxo.
Paramos a echar gasolina y después aparcamos frente a la tienda. Me puse la camisa, abrí la puerta y justo enfrente apareció un chavo de menos de veinte.
-Jefe, ¿ya leyó las buenas nuevas? –y extendió un papelito impreso a una tinta.
-No –dije, e hice un ademan de desinterés, mientras abría por completo la puerta para salir.
-Bueno, ¿no me quiere invitar un burrito?, no he comido.
-Hoy no, chavo.
El muchacho clavó la vista en la mía por un segundo y dio la media vuelta para reunirse con otros tipos del mismo aspecto. Tatuajes por todos lados y feos con pinta de exconvictos. Sus playeras decían: Adictos a Cristo. –Pon seguro –dije a Andrea. Puso seguro.
Caminé a la tienda y uno de ellos, al parecer el macho alpha del grupo, dijo: dispáranos un burrito (así, sin signos de interrogación). –No –le dije, reanudé el camino y entré. Una vez ahí, sentí que la situación podía salirse de las manos de un estudiante de diseño gráfico, fotógrafo, escritor, con apenas un par de meses de karate y uno de gimnasio, hace mucho, mucho tiempo. Compré un par de botellas de agua, pensando que quizá una, arrojada a la cara de alguien con suficiente fuerza, pudiera aventajar con unos cuantos segundos una masacre en medio de la nada (o la carretera 56, que es lo mismo) por una banda de fanáticos de JC.
Al salir, el auto ya estaba en marcha y no estoy seguro de que tenía en mente Andrea (quiero creer que no iba a dejarme… claro que no). Por otro lado, los adictos a Cristo seguían ahí, parados, merodeando como coyotes, con bonches de papelitos en las manos con las nuevas buenas impresas a una tinta, algunos observando las botellas de agua, otros observándome a mí, tal vez a punto de hacer algo o tan solo imaginando que lo hacían. Su presencia espesaba aun más el calor de caca que ya de por sí había. Pasé frente a ellos, con esa sensación de algo frío que te atraviesa la espalda y de pronto, ya estaba a bordo del Clío. Volteé a ver a Andrea e iba a decir: vámonos a la chingada, cuando Andrea ya había pisado el acelerador. Los tipos se alejaban y se alejaban, hasta volverse como hormiguitas.
